Aquel día, mientras la brisa polar realizaba un ritual envolvente alrededor de las siluetas humanas, compartimos horas… minutos… segundos...
El mundo parecía reducirse, únicamente, a tu actuar. Fue, en ese instante, cuando percibí que existía porque estabas conmigo.
Como un acto inhóspito, el cielo nos regaló un puñado de agua transparente, suave pero herida.
Las gotas no tardaron en depositarse en tu piel que lucía solitaria y frágil.
Estabas feliz, siempre te pareció divertido caminar bajo la lluvia (¿siempre?).
En momentos como esos, soles abandonar tus sentidos, la sinceridad domina tus palabras y tu lengua no se resiste a que sean liberadas (me gusta cuando las censuras psíquicas no te condicionan).
Me confesaste que te gustaba que te abrazaran y que con caricias fueran disolviendo la humedad de tu rostro (antes de continuar, siento la necesidad de releer las últimas líneas y comprendo que tal vez fue una invitación a que lo haga, pero en ese momento, tristemente, no pude notarlo).
Lo único que me importaba era inmortalizar el tiempo mecánico y captar la fotografía mental de tu sensibilidad. No podía relajarme y disfrutar, solo pensaba en que pronto ya no seríamos dos.
A vos, por el contrario, nada parecía importarte. Estabas en tránsito perpetuo.
Me acerqué pero no te toqué (¿qué fue lo que me impidió hacerlo?).
Caminamos…
Repentinamente detuviste tus pasos:
- “Llegó el momento” – me dijiste con tono despreocupado (jamás comprendiste el sentido conceptual de aquellas lágrimas plateadas que fueron solapadas por las moléculas acuáticas).
No dije nada (no PUDE hacerlo).
Mi mirada quedó suspendida en la nada misma, allí donde el horizonte reflejaba la coalición de nuestras almas que se mantenían unidas ante esos ojos que, tiesos, lo contemplaban. Esos ojos, eran tus ojos.
El plano visual singular se amalgamó en la contemplación plural.
Tu cuello crepitaba pese al temblor de tu cuerpo, pude notarlo cuando nos desdibujamos y, por un instante muerto, fuimos un solo cuerpo.
El latido era el mismo (aún me parece sentirlo). Los brazos estaban plácidos protegiendo la espalda ajena.
Sin embargo, te desceñiste con una angustia inminente.
Hoy, algo dentro de mi cuerpo, te necesita y comienza a extrañarte.
(Una ola oceánica que no recibe la acción generosa del viento para alcanzar la orilla… introspectivamente, soy eso…)
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