lunes
Ir a la ciudad un sábado a la mañana tiene la espesura de toparse con eso que se suele llamar “la vida” y tener para ofrecer un rostro que deja prever su naturaleza noctámbula. La calle con sus ausencias de jóvenes trasnochados y el topeteo con el ritmo agitado que dispara partiendo la visión. De golpe te encontras mirando a través de una ventana, desparramada en un asiento de colectivo que parece incendiarse por el sol colado o tamizado. Vas al mismo lugar pero deseando que la ceniza del cigarrillo sea otra o que no esté tan consumida como los que viajan en el primer tren de un domingo cualquiera. Llegas con la inconsciencia de quien no entiende que es lo que pasa si es que pasa algo y conseguís sentirte útil como pocas veces antes. Entendes que no hay lugar para quienes ignoran el reloj de arena mientras infinitas agendas marcan lo que queda por hacer antes que la noche llegue. Porque siempre llega, de una u otra forma pero llega. Llena, cuarto menguante o media luna. Ahora no se trata ni de vos, ni de mí, ni de ella o él. Es el vacío el que ahueca un corazón en off y, para compartir, una madrugada de a dos.
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